Estuve escuchando sonidos de la naturaleza; uno en específico era el sonido del campo, ya sabes, como el de una granja.
Cada vez que me quito los audífonos, siento dolor. La música ya no me genera nada, solo la perfecta y hermosa armonía del mundo sin papeles me llena. Oír a los pájaros cantar en su innata sabiduría y maestría del sonido, esa sabiduría y madurez armónica que arrogantemente menospreciamos. Escuchar el agua fluir para llenar de vida al mundo, percibir el singular andar de los insectos listos para mover la tierra donde nacerán flores y plantas que, con el viento y su estático andar, se unirán a la orquesta que describí.
Es horrible quitarme los audífonos y volver a la aberrante cacofonía que provocan los aparatos del hombre, la música de algún vecino perdida en el eco o que lucha con la de otro, detonaciones de armas y cohetes festivos, pájaros que claman por auxilio, perros igual de condenados que yo, ladrando desesperadamente mientras yo escribo.
¿Acaso nadie ve lo que yo veo? Me pregunto. ¿Nadie ve el musgo entre los ladrillos? ¿Nadie ve al canario construyendo su nido en los postes de luz? ¿Nadie ve a la lagartija oculta en la madera vieja?
Todo eso me hace querer unirme a él, unirme al coro de vida que los humanos hace mucho apaciguamos. Recostarme en el pasto sin comida ni bebida, dejar que mi yo lentamente deje de pensar en sus inventados quehaceres. Con el sol en mi cara, dejar de pensar, convertirme en pasto, en un árbol o en un montón de hierbas. Que las abejas, moscas y mariposas se posen en mí y hagan vida a mi alrededor, cantar con mis hojas al tempo de la brisa y existir como tenga que existir.